Un curioso grupo se reúne delante de la obra. Es principios de septiembre, finales de verano. El viento sopla fuerte y el sol se abre paso entre las nubes. Los hombres y mujeres llevan colorida ropa de invierno luminiscente y esquís a cuestas. Sus pasos se tambalean, las botas de esquí les obligan a caminar de forma extraña cuando pasan por la zona del aparcamiento. ¿Qué ocurre aquí, en la zona industrial de la orilla del norte de Øresund?
Los esquiadores esquían de verdad. Prueban las pistas del inclinado techo de la nueva planta de incineración de residuos. No hay nieve, sino una estructura de césped artificial, pradera y silicona. Aunque su creación sea artificial, ¡la montaña llama! Copenhill es el nombre de esta gran atracción internacional con la que turistas y lugareños, fanáticos de la arquitectura y deportistas de invierno, colegios y viejos amantes de la nieve han sido atraídos hasta la isla de Amager. A diferencia del esquí alpino, la llegada no es tan complicada, al menos para los daneses. Resulta que Copenhill se encuentra a solo diez minutos en bicicleta de la ciudad libre de Christiania y a 15 minutos en coche de la estación central de Copenhague. «Nosotros, los daneses, nunca habíamos podido llegar a la pista tan rápido.», dice Christian Ingels alegremente. Le brillan los ojos, se ha colocado las gafas de sol en el pelo. Las lentes de colores brillan con el sol. El padre de este curioso proyecto nació prácticamente con los esquís puestos y se describe a sí mismo como un verdadero fanático del deporte de invierno. En 2009 ganó, junto a su primo segundo, el arquitecto Bjarke Ingels, a un concurso para el uso futuro del techo de la nueva planta de incineración de residuos. «Copenhill está pensado por esquiadores para esquiadores», enfatiza la visión. Diez años más tarde, el momento ha llegado. El proyecto, que al principio parecía una estrambótica broma, se ha hecho realidad. Copenhague tiene ahora una pista de esquí.
Carsten está en la cima con su snowbike. A él y a sus amigos Tobias y Eric les han invitado a probar la pista. Sobre ellos, el cielo azul; debajo, un enorme coloso de cemento y acero; delante, el placer de los 450 metros de descenso. El cuarentañero es, como Christian y como muchos otros daneses, un fanático del esquí desde la infancia, pero un accidente le hizo cambiarse al snowbike. Sobre tres esquís, colocados como en un triciclo, se mueve sobre la pista y se desliza por la pendiente hacia abajo haciendo giros rápidos. Las esterillas de plástico sobre las que descienden producen casi el mismo ruido que el de la nieve recién pisada por la mañana. Para que la sensación de nieve sea lo más realista posible, las tablas han sido tratadas con silicona en lugar de con cera; aunque se trate de una idea curiosa para esquiadores y riders, es el camino para una experiencia auténtica en la pista. «La gente se acostumbra rápidamente», explica Tobias, un ávido rider que ha recorrido la pista con frecuencia. Lo desconcertante es el hecho de no ver ninguna superficie blanca, sino verde, ríe. Ambos se ponen los guantes y se preparan para el siguiente descenso.